Geopolítica de la Seguridad Alimentaria y Energética en Argentina


 

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Por Mariano Turzi*
Introducción

Uno de los marcadores de la era actual es la convergencia de transformación tecnológica, transición energética, cambio climático y fragmentación geopolítica. En este contexto,  el acceso a recursos estratégicos como alimentos y energía ha adquirido una centralidad inédita. La competencia global ya no se libra únicamente en los tableros diplomáticos o en los mercados financieros, sino en los flujos de granos, gas y electricidad. Daniel Yergin ha demostrado con claridad que la energía es poder, y que los países que controlan la producción y distribución de energía dominarán los nuevos mapas del orden mundial. Por su parte, Michael Klare ha advertido que los conflictos del siglo XXI tendrán como eje el acceso a recursos vitales y escasos, entre ellos el agua, los combustibles y los alimentos.  En este marco, Argentina ocupa una posición geoestratégica envidiable: no solo posee una de las mayores reservas mundiales de gas no convencional —aún en etapa de desarrollo— sino que también produce alimentos para más de 400 millones de personas, en un mundo cada vez más hambriento. Lejos de ser una carga, esta abundancia de recursos representa una ventaja competitiva decisiva. Sin embargo, su aprovechamiento efectivo dependerá de la capacidad de articular al sector privado como motor del desarrollo, en un marco regulatorio que ofrezca estabilidad, previsibilidad y estímulo a la inversión. La experiencia internacional demuestra que los mercados dinámicos, impulsados por empresas competitivas y abiertas al comercio internacional, son los que logran transformar recursos naturales en poder geopolítico sostenible. La pregunta central que enfrenta Argentina no es si tiene recursos —eso está fuera de discusión—, sino si está dispuesta a integrarse al nuevo orden mundial con reglas claras que favorezcan la inversión privada, la innovación tecnológica y la cooperación público-privada.

1. La seguridad alimentaria

La seguridad alimentaria y energética se han convertido en pilares fundamentales de la política internacional contemporánea. A diferencia de décadas anteriores, donde la geopolítica estaba marcada principalmente por la confrontación ideológica o militar, el siglo XXI ha evidenciado que el acceso a recursos básicos y estratégicos —como alimentos, agua y energía— configura nuevas esferas de poder. Daniel Yergin sostiene que los Estados compiten cada vez más por ventajas energéticas y que la energía es tanto un motor de desarrollo económico como una herramienta de influencia internacional. En este contexto, Argentina ocupa un lugar destacado: posee una de las mayores reservas de gas no convencional en Vaca Muerta y es uno de los principales exportadores de granos y productos agroindustriales del hemisferio sur. Ambos activos son estratégicos, pero interdependientes y vulnerables frente a un entorno global inestable. Según Michael Klare, los recursos naturales han reemplazado a los territorios como los nuevos "puntos calientes" de la geopolítica. El poder ya no depende solo del control del espacio, sino del acceso sostenido a materias primas esenciales. Así, países productores como Argentina enfrentan una presión doble: pueden garantizar su propio abastecimiento interno mientras responden a una demanda internacional creciente. Esto genera debates nacionales sobre si priorizar la exportación o garantizar precios accesibles para la población. El dilema también se refleja en el gas: exportar genera divisas, pero puede desabastecer el mercado interno en invierno. Se trata, más que de un problema técnico, de una cuestión política. Además, las transformaciones estructurales del mercado global complican el panorama. El cambio climático está reconfigurando tanto la oferta como la demanda de recursos estratégicos. Sequías prolongadas, como la de 2022-2023, redujeron la producción agrícola en un 20%, afectando las exportaciones y encareciendo los alimentos. A la vez, la presión internacional para descarbonizar las matrices energéticas cuestiona inversiones en hidrocarburos como Vaca Muerta, pese a su importancia actual para la seguridad energética regional. Esta contradicción —entre sostenibilidad ecológica y necesidad económica— es central en la geopolítica de recursos contemporánea, como advierten Yergin y Klare.

La lógica emergente del friend-shoring, en la que los países buscan socios energéticos confiables, ofrece a Argentina una oportunidad: podría posicionarse como alternativa a proveedores geopolíticamente riesgosos, si logra garantizar estabilidad y confianza institucional. Según Klare, en la carrera global por los recursos, la confianza pesa tanto como las reservas disponibles. La inseguridad jurídica, la volatilidad regulatoria y los cambios abruptos de política energética han sido obstáculos importantes.

2. Argentina y la seguridad alimentaria

La seguridad alimentaria en Argentina presenta una paradoja: el país es uno de los principales productores de alimentos del mundo, pero enfrenta altos niveles de pobreza e inseguridad alimentaria interna. Esta contradicción, que Klare conceptualiza como "asimetría del acceso", debilita la posición internacional de Argentina. En 2023, mientras se exportaron 123 millones de toneladas de granos, más del 40% de la población estaba bajo la línea de pobreza y los precios de los alimentos superaron la inflación promedio. El agronegocio argentino, profundamente integrado a los mercados globales, privilegia cultivos de alta demanda externa como la soja, desplazando otros productos esenciales para el consumo interno. Yergin advertiría que esta especialización extrema aumenta la vulnerabilidad frente a fluctuaciones de precios o restricciones comerciales externas. Además, el cambio climático afecta la producción agrícola mediante variaciones de temperatura, reducción de lluvias y aparición de plagas, como se evidenció en 2023, cuando las pérdidas agrícolas superaron los 7.000 millones de dólares. Esta inestabilidad, señala Klare, representa una amenaza a la seguridad nacional, al generar protestas, migraciones internas y conflictos sociales. Desde una perspectiva geopolítica, la fragmentación política  interna debilita la imagen de Argentina como proveedor confiable. La experiencia internacional muestra que la seguridad alimentaria no se basa solo en volumen de producción, sino en la articulación eficaz entre actores públicos y privados, infraestructura logística eficiente y políticas sociales activas. Aunque Argentina posee muchos de estos elementos, aún no ha logrado integrarlos en un proyecto de desarrollo rural y productivo coherente. Yergin destaca que los actores globales priorizan países que ofrecen volumen de producción, estabilidad institucional y previsibilidad. Sin un marco regulatorio coherente y sin consensos internos sólidos, Argentina podría ser superada por competidores como Brasil, que combina escala productiva con diplomacia activa en foros multilaterales.

Las políticas públicas han sido intermitentes y contradictorias. Mecanismos como los fideicomisos alimentarios o las retenciones a las exportaciones, aunque orientados a controlar precios, han generado tensiones con el sector agroexportador. Esta dinámica de confrontación permanente debilitó la posibilidad de construir consensos estratégicos de largo plazo. La transformación de los sistemas alimentarios demanda repensar el vínculo entre agroindustria y sustentabilidad. La presión global por prácticas de bajo impacto ambiental ofrece a Argentina una oportunidad de diferenciación basada en calidad, trazabilidad y responsabilidad ambiental. En lugar de imponer regulaciones punitivas, el Estado puedería incentivar prácticas como la agricultura de precisión, los bioinsumos o la ganadería regenerativa. El futuro de la seguridad alimentaria no dependerá solo del volumen de producción, sino también de la reputación, la sostenibilidad y la diplomacia comercial. En este camino, las empresas agroalimentarias argentinas puederán asumir un rol central, invirtiendo en innovación, asociándose con universidades y desplegando programas de capacitación territorial. Desde una mirada sistémica, Argentina tiene potencial para convertirse en un proveedor confiable de alimentos y energía, pero carece de una estrategia nacional coherente. Como señala Yergin, aquellos países que articulen una narrativa energética sólida, con inversiones en infraestructura y marcos regulatorios estables, podrán convertir sus recursos naturales en poder sostenible. Argentina, atrapada entre urgencias fiscales, inestabilidad macroeconómica y disputas internas, ha desaprovechado parte de esta oportunidad. La posibilidad de que Argentina construya una posición geopolítica sólida como proveedor de alimentos y energía dependerá de su capacidad para integrar estos sectores estratégicos bajo una visión común. Como señalan Yergin y Klare, en el siglo XXI dominarán no quienes más produzcan, sino quienes mejor gestionen la convergencia entre recursos, sustentabilidad y poder. Para ello, serán necesarias —aunque no suficientes— la planificación a largo plazo, el fortalecimiento institucional y la inversión estratégica en infraestructura.

 

3. Seguridad energética

La seguridad alimentaria y energética no son compartimentos estancos: son sistemas interdependientes. La producción de alimentos requiere energía en múltiples etapas (riego, transporte, refrigeración, transformación), y muchos biocombustibles provienen de cultivos que también son alimentos básicos. La geopolítica contemporánea del siglo XXI se articula cada vez más en torno al nexo inseparable entre seguridad energética y seguridad alimentaria, dos caras de la misma moneda que comparten insumos, cadenas de valor y vulnerabilidades. Daniel Yergin destaca que la energía es el “nervio vital” de la economía global, pero también subraya que los alimentos requieren energía en todas sus etapas —riego, fertilización, transporte, refrigeración— por lo que cualquier shock en el sector energético repercute directamente en la disponibilidad y el precio de los alimentos. Michael Klare, por su parte, advierte que los combustibles fósiles y los biocombustibles se disputan no solo mercados, sino legitimidad ambiental y espacio geopolítico: los primeros dominan la matriz actual, pero los segundos ganan impulso como alternativa “verde” y fuente de poder blando. En el plano internacional, el auge de los biocombustibles tras la crisis alimentaria de 2008 abrió un nuevo frente de debate. Países como Estados Unidos y Brasil impulsaron etanol y biodiésel, buscando reducir su dependencia del petróleo de Medio Oriente y mitigar emisiones. Yergin observa que esta estrategia, a corto plazo, alivió tensiones energéticas, pero generó presiones sobre los precios de los cereales y aceites vegetales, exacerbando la inseguridad alimentaria en regiones vulnerables. Klare critica la “doble trampa” de los biocombustibles: desplazan cultivos alimentarios y reproducen dinámicas extractivistas, a la vez que mantienen a los países atados a monocultivos de exportación. El combustible fósil, en paralelo, sigue siendo la base de la seguridad energética global. Rusia utiliza sus reservas de gas como arma de influencia en Europa; Estados Unidos proyecta su poder naval para asegurar rutas de petróleo; Arabia Saudita define precios de crudo que mueven economías enteras. Yergin recalca que controlar tuberías y terminales de GNL es tan estratégico como controlar graneros y silos. Klare añade que esta pugna por la “hidro- vs bio-energía” formará parte de los conflictos futuros, pues implica disputas territoriales, sociales y ecológicas.

4. Argentina y la seguridad energética

En línea con las ideas de Klare, la energía también es un factor de seguridad nacional. Un país que depende de importaciones energéticas para abastecer su mercado interno es más vulnerable frente a shocks externos. Argentina ha sufrido en el pasado cortes de gas importado, dificultades en el abastecimiento de diésel y altos costos de importación de GNL. Revertir esa dependencia no será posible sin una fuerte participación del capital privado en toda la cadena de valor: desde la exploración y producción hasta el transporte, la distribución y la comercialización. El desarrollo de infraestructura energética, además, tiene efectos multiplicadores sobre el empleo, el crecimiento regional y la integración territorial. Provincias como Neuquén, Río Negro o Mendoza pueden convertirse en polos de desarrollo industrial si se articulan con clusters tecnológicos y cadenas de proveedores locales. El cambio climático y la transición energética global también exigen una estrategia inteligente. Argentina puede aprovechar su gas como "energía puente", facilitando la reducción de emisiones sin sacrificar competitividad. Las inversiones en energías renovables, como la solar o la eólica, han crecido, pero aún representan una fracción menor de la matriz energética. El sector privado puede liderar esa transformación, siempre que existan marcos regulatorios que garanticen retorno a largo plazo. Aquí, los mercados de carbono, los bonos verdes y los acuerdos internacionales de financiamiento climático ofrecen oportunidades únicas para atraer capital extranjero y reposicionar a Argentina como actor responsable y competitivo en el nuevo orden energético.

La expansión del biodiésel de soja en Argentina ha generado tensiones ambientales y desplazamiento de cultivos destinados al consumo humano. La producción de biodiésel de soja saltó a 5 millones de toneladas en 2023, reduciendo la importación de diésel fósil, pero al mismo tiempo elevando el precio de la soja y presionando la deforestación en el Gran Chaco. Yergin advertiría que, sin un marco regulatorio claro, los biocombustibles pueden convertirse en un subsidio encubierto al agronegocio, más que en una política de transición energética efectiva. Klare, por su parte, apunta que este modelo reproduce dependencias: dependen de insumos importados (agroquímicos, maquinaria) y de mercados externos para vender su excedente de biodiesel, sin garantizar alimentos baratos en el mercado interno. Según Klare, esta competencia entre usos alimentarios y energéticos será una fuente central de conflicto en el futuro. El Estado argentino necesita desarrollar mecanismos de gobernanza que prioricen el interés nacional, más allá de los beneficios empresariales de corto plazo. En paralelo, la seguridad energética argentina se erige como un factor central para el desarrollo económico y la proyección internacional del país. Con reservas de gas no convencional que podrían abastecer a la región durante décadas, Argentina tiene la posibilidad concreta de convertirse en un hub energético del Cono Sur. Pero como señala Yergin, el potencial geológico no se traduce automáticamente en poder geopolítico. Lo que importa es la capacidad de transformar ese recurso en energía comercializable, mediante inversiones en infraestructura, marcos regulatorios estables y alianzas estratégicas con actores privados. Vaca Muerta es un ejemplo paradigmático: pese a su tamaño, solo una fracción de sus reservas ha sido explotada. La falta de gasoductos, plantas de licuefacción y un entorno fiscal atractivo ha limitado la velocidad de desarrollo. Sin embargo, cuando se han brindado señales claras, el capital privado ha respondido con agilidad y eficiencia. El gas natural, además de ser una fuente clave para la transición energética, tiene un rol geopolítico central en América Latina. Países como Chile, Brasil y Uruguay enfrentan cuellos de botella energéticos que podrían ser resueltos con exportaciones argentinas. A su vez, el GNL producido en Argentina podría abastecer a Europa en el mediano plazo, en reemplazo del gas ruso. Pero para que esto ocurra, es imprescindible que el Estado genere un entorno propicio para la inversión privada, que incluya incentivos fiscales a proyectos estratégicos, estabilidad cambiaria, reducción de costos logísticos y apertura a la cooperación internacional. Empresas como YPF, Tecpetrol o Pampa Energía han demostrado que, con condiciones adecuadas, pueden liderar desarrollos tecnológicos de clase mundial. El rol del Estado puede ser acompañar, no competir. La articulación entre seguridad energética y alimentaria puede abordarse de manera integrada. Como bien señala Klare, los sistemas productivos están interconectados: la agroindustria necesita energía para operar, y a su vez puede contribuir al sistema energético mediante biocombustibles, bioenergía o generación distribuida. Este enfoque sistémico requiere una visión estratégica de país, en la cual el sector privado, lejos de ser un actor secundario, se convierta en protagonista. Empresas, cámaras, cooperativas y startups pueden ser convocadas a construir esta agenda común, donde la eficiencia, la competitividad y la innovación se alineen con los intereses nacionales.

Argentina tiene una oportunidad histórica para posicionarse como proveedor estratégico de alimentos y energía en un mundo cada vez más convulso. Pero esa oportunidad solo podrá ser aprovechada si el Estado abandona la lógica del control y abraza una visión de desarrollo basada en la iniciativa privada, la competencia global y la inserción inteligente en los mercados internacionales. Como lo demuestran las ideas de Yergin y Klare, el siglo XXI no será dominado por quienes más controlen, sino por quienes mejor cooperen con su sector productivo para generar valor, confianza y poder. El tiempo para actuar es ahora.

 

*Es PhD en Estudios Internacionales y Master en Estudios Etratégicos de la Escuela de Estudios Internacionales Avanzados (SAIS) de la Universidad Johns Hopkins. Es profesor de las Universidades Austral y UCEMA en Argentina y de la Universidad Deusto en España.

Foto de Eirini Papadatou en Unsplash

 

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